viernes, 5 de junio de 2020

Dios es la fuente del evangelio


EN el inicio de su epístola a los Romanos, el apóstol Pablo afirmó que él había sido apartado para el evangelio de Dios.[1] Estaba seguro de que había sido comisionado a proclamar un mensaje que procedía de Dios, no de los hombres. En Gálatas 1:11-12, él declaró: "Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo". Este origen del evangelio es lo que explica su poder de redención.

Si el evangelio hubiese sido un mensaje de origen humano, con toda seguridad, no tendría el poder para salvar. La razón por la cual Pablo no se sentía avergonzado de este precioso mensaje era porque lo comprendía como "poder de Dios para salvación a todo aquel que cree".[2] Él no se sentía amedrentado por lo que pudieran pensar o hacer los oyentes de su época en respuesta a su anuncio del evangelio, sino que sencillamente lo anunciaba, en el poder del Espíritu Santo, tanto a judíos como a gentiles. A pesar de la persecución hostil de sus detractores, Pablo estaba persuadido de que el poder contenido en el mensaje redentor era capaz de salvar y cambiar las vidas de todos los que lo creían y recibían con fe.[3] Esto, sin duda, encendía más la llama de su pasión por predicar con denuedo a Cristo, en todas partes. Pues Pablo mismo había sido testigo de cómo el evangelio lo había transformado a él mismo.

Esta convicción que Pablo tenía acerca del evangelio lo impulsaba a presentarlo con amor, fidelidad y valentía tanto a filósofos como a reyes, a gobernantes y a hombres de todo tipo de trasfondos culturales y religiosos. En cuanto tuvo la oportunidad, él proclamó a todos que Jesucristo, la esperanza de Israel, el que había sido muerto, sepultado y resucitado al tercer día, era el Hijo de Dios. Él sabía que nada podría sobreponerse al poder de este mensaje cuando Dios iba a realizar una obra de salvación entre quienes lo escuchaban con fe. Tenía el testimonio del impacto que el evangelio de Cristo estaba causando en las vidas de quienes lo obedecían. Por ejemplo, la Biblia dice que muchos de los corintios, "oyendo creían, y eran bautizados".[4]   

Pablo también asumía la predicación del evangelio con una seria carga de responsabilidad. Él predicaba, no sólo con la seguridad de que hablaba de parte de Dios, sino como quién también debía dar cuentas a Dios. Se veía a sí mismo como un embajador que, una vez concluida su misión, tendría que presentarse delante de Dios. Por esto, consideró con tanta seriedad su llamado a predicar el evangelio que llegó a expresar: "Ay de mí si no anunciare el evangelio".[5]

De la misma manera, los miembros de la iglesia del Señor deberíamos decir hoy: ¡Ay de nosotros si no anunciamos el evangelio! Debemos sentir esta misma carga y responsabilidad del apóstol, de presentar el evangelio para salvación de los hombres. Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad,[6] y para ello nos utiliza a nosotros como sus instrumentos para llevarles el mensaje de Cristo. La Biblia dice que hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas.[7]

Hoy necesitamos anunciar el evangelio de Dios con la completa seguridad de que Dios respaldará nuestra predicación. Aún cuando no veamos sus efectos inmediatos, a su tiempo, Dios hará crecer la semilla del mensaje puro del evangelio. En la predicación del evangelio se da el mismo principio de siembra y cosecha que aprendemos en la naturaleza. Nosotros plantamos la buena semilla que Dios nos dio para sembrar, el evangelio, pero el crecimiento depende de él.[8]

Recuerdo que cuando yo era tan sólo un niño, tal vez de unos siete u ocho años, algo que disfrutaba mucho era sembrar pequeñas semillas de maíz, de habichuelas, y de otras hortalizas. Siempre me ha gustado ver las cosas buenas crecer. Luego de depositar las semillas en la tierra, sabía perfectamente que yo no tenía la capacidad de hacerlas crecer. Mi trabajo solo consistía en sembrar la semilla, y después confiar y esperar pacientemente que Dios las hiciera crecer, como pasa con todo aquello a lo que Dios mismo le da crecimiento. De la misma manera, los predicadores sembramos la semilla del evangelio, pero nunca debemos desesperamos sino confiar y esperar que sea Dios quien le dé el crecimiento. Tanto la semilla del evangelio como su crecimiento vienen de Dios.

Gloria siempre sea a Dios por su evangelio eterno.

Hno. Gerson Rosa



[1] Romanos 1:1
[2] Romanos 1:16
[3] Tito 3:5
[4] Hechos 18:8
[5] 1 Corintios 1:9
[6] 2 Timoteo 2:4
[7] Romanos 10:13-15
[8] 1 Corintios 3:6

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