miércoles, 10 de junio de 2020

El Espíritu Santo en la predicación del evangelio



Es nuestra convicción, basada en las Sagradas Escrituras, que el Espíritu Santo interviene en la predicación fiel del evangelio de Jesucristo. La multitud de personas que han sido salvas, a través de la historia, nunca lo fueron por estrategias y palabras persuasivas de humana sabiduría, sino gracias a la obra del Espíritu Santo de Dios en sus vidas mediante la predicación del evangelio.[1] Pablo entendía que la predicación debía ser con demostración del Espíritu y de poder para que la fe de los oyentes no estuviera basada en la sabiduría de los hombres sino en el poder de Dios.[2] El apóstol dijo:

"y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios" (1 Corintios 2:4,5).

Hoy debemos pensar de la misma manera que Pablo, con respecto a la predicación del evangelio. Cuando anunciamos el evangelio, tal como ha sido dado y revelado por Dios en las Sagradas Escrituras, debemos confiar en que el Espíritu Santo hará la obra en los corazones de los oyentes. No debemos poner ni un ápice de confianza en que las personas serán convertidas gracias a nuestra habilidad, pericia, elocuencia o erudición. Nuestra esperanza debe estar puesta en que, si se predica el evangelio de una manera bíblica, en el poder del Espíritu Santo, habrán conversiones a Cristo. Esto así, aun sin importar que el obrero a quien Dios use sea el menos diestro o el menos capacitado de todos los santos. Claro, esto no da por sentado que se estudien con tesón y diligencia las Sagradas Escrituras. Pero si Dios está en el asunto esa será la realidad. La Biblia dice:

"Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia" (1 Corintios 1:26-29).

Siempre debemos recordarnos que no es por nuestros conocimientos y habilidades que las personas serán tocadas y convertidas a Cristo, sino por el poder del Espíritu Santo. Jesús enseñó, claramente, que el Consolador, el Espíritu Santo, es quien convence al mundo "de pecado, de justicia y de juicio"­­.[3] Los créditos en la conversión de las almas nunca han sino nuestros, sino de Dios. Esto no ha cambiado ni cambiará mientras estemos en este mundo. Nada hay dentro del hombre que le haga ver con claridad la gravedad de su pecaminosidad delante de Dios, como sólo el Espíritu Santo lo puede hacer, para moverlo a arrepentimiento. Los predicadores solamente somos los obreros que Dios utiliza para ese maravilloso propósito, según su voluntad.

Cristo refirió que los escribas y fariseos recorrían mar y tierra para hacer un prosélito, al cual, una vez hecho, lo hacían dos veces más hijos del infierno.[4] Ellos desplegaban muchos esfuerzos y habilidades para persuadir y convertir a la gente a su religión, pero el resultado era que, una vez convertida, la alejaban todavía más del reino de los cielos. No solo la distanciaban a través de sus falsas enseñanzas, sino con sus actitudes y modos pecaminosos de proceder. De la misma manera, en esa categoría cae el religioso que pretende hacer adeptos, a su denominación religiosa, amparado en su capacidad intelectual para debatir ciertos temas religiosos (a veces de forma polémica). En la predicación hay que apuntar tanto a la mente como al corazón, con la Biblia abierta, pero con la dirección del Espíritu Santo de Dios.

Como predicadores del evangelio, todo nuestro esfuerzo intelectual en preparar sermones que impacten las vidas de nuestros oyentes no tendrá frutos verdaderos, a menos que contemos con el respaldo del Espíritu. El Espíritu de Dios nos utilizará, en el anuncio del evangelio, si primero tenemos una relación genuina con Cristo; nos usará si llevamos una vida en la que el ayuno, la oración y el estudio asiduo de las Escrituras son nuestros hábitos más preciados y practicados. Un hombre que será usado por el Espíritu Santo en la predicación, también lo será porque su orgullo ha sido hecho añicos por la presencia de Dios en su vida. Y lo será, además, porque su mayor pasión es buscar la gloria de Dios en todo.

La misión de la iglesia de Cristo no es meramente llenar sus templos con multitudes de personas, sino que ellas sean salvas mediante la fe y la obediencia al único poder que puede cambiar sus vidas: el evangelio. Toda labor de la iglesia del Señor, en materia evangelística, no debe limitarse a traer a los hombres al local o edificio de la iglesia. Su propósito debe ser procurar que los hombres entren en Cristo y perseveren en él, al enseñarles la verdad de Dios; pero esto último sucede a través de la obra del Espíritu Santo en sus vidas, cuando se les predica el evangelio con fidelidad. 

Tenemos que hacer nuestros mejores esfuerzos por ir a las almas y presentarles a Cristo, pero con una visión apropiada de su evangelio, y dejándonos guiar por el Espíritu Santo, quien indudablemente interviene en la predicación. Así como la Palabra de Dios le dio vida a los huesos secos que estaban en el valle que narró el profeta Ezequiel, (Ezequiel 37:1-14), así hay muchos hombres en este mundo que están muertos en sus delitos y pecados (Efesios 2:1). Pero solo la poderosa Palabra de Dios, mediante la operación del Espíritu Santo en la predicación, les puede dar vida. 

Hno. Gerson Rosa


Si deseas conocer más del evangelio, te invito a leer mi otra entrada sobre ¿Qué es el evangelio?.


[1] 1 Corintios 2:4
[2] 1 Corintios 2:5
[3] Juan 16:8
[4] Mateo 23:15

El evangelio: un mensaje sencillo y profundo


Cuando creemos que sabemos lo suficiente acerca del evangelio, al continuar profundizándolo, nos damos cuenta de que aún estamos como a la orilla del mar con relación a nuestro nivel de comprensión de sus gloriosas verdades. Aunque el evangelio es un mensaje sencillo que los hombres podemos llegar a entender, cuando es debidamente explicado, el mundo de significados que hay detrás de cada uno de sus elementos o palabras es enorme. Sin importar cuan alto sea nuestro conocimiento de él, todavía tendremos que reconocer nuestra necesidad de continuar cavando más hondo, en el terreno de su contenido sagrado, para poder apreciar su valor y belleza desde una óptica bíblica cada vez más amplia. El teólogo Charles Hodge dijo una vez:

"El evangelio es tan simple que los niños más pequeños pueden entenderlo, y es tan profundo que los estudios de los teólogos más sabios jamás agotarán sus riquezas". 

No debemos dar por sentado que las personas conocerán apropiadamente todo lo que entraña el mensaje del evangelio con solo declararles que Cristo murió, fue sepultado y resucitó al tercer día para salvarnos de nuestros pecados (1 Corintio 15:1,2). Muchas gentes han oído de estos hechos bíblicos e históricos del evangelio; son capaces de memorizarlos y repetirlos, pero esto no necesariamente significa que sean salvas. La declaración de las buenas nuevas de Cristo puede ser impactante y convincente para los oyentes (y Dios la puede utilizar conforme a su soberanía mientras predicamos), pero también es correcto explicar con claridad cada uno de los elementos del evangelio mencionados en ella. Para ello, un estudio y explicación adecuada del sistema de sacrificios instituido bajo el Antiguo Pacto será muy útil. Todos necesitamos conocer y profundizar sobre el significado bíblico de palabras tales como expiación, redención, propiciación, justificación, recate, y otras que entran el contexto del evangelio, para una mejor comprensión de su verdad central.

Aunque no se requiere ser un erudito bíblico para conocer o predicar el evangelio, sí es muy importante que los predicadores y demás creyentes en general nos esforcemos por conocerlo mas a fondo, para predicarlo con bastante claridad y dominio, en el poder del Espíritu Santo. Necesitamos conocer bien la palabra de la Cruz para buscar y promover la gloria de Dios, la salvación de las almas y edificación de la iglesia. El estudio constante de la doctrina del evangelio, a través de las Sagradas Escrituras y acompañado de la oración sincera, contribuirá enormemente con la pasión y la motivación que necesitamos para predicar a Cristo. Es apreciable el gozo y la convicción sólida que tienen los predicadores cuando son poseídos por el evangelio y por la "locura" de su predicación. El mensaje de redención llega a convertirse, en un sentido especial, en parte de sus huesos, carne y sangre. Ellos encuentran su tesoro, esperanza y deleite en el evangelio.

Debido a una visión simplista del evangelio, algunos creyentes, quizás sin proponérselo, le restan mucho de su gloria y belleza, ante Dios y ante los hombres. El evangelio no debe ser visto como un conjunto de requisitos ceremoniales o mecánicos por cumplir para comenzar una vida nueva con Cristo. Tampoco debe verse simplemente como “un primer paso”, para entrar en la vida cristiana, que luego se relega a una experiencia pasada de conversión. No debemos confundir todo lo que implica el evangelio con la manera en que inicialmente respondemos al mismo (creyendo en Cristo y confesándolo como nuestro Señor, arrepintiéndonos y bautizándonos). Tampoco debe verse solo como el primer escalón que uno sube para luego avanzar en el estudio de otras doctrinas cristianas "más robustas". El evangelio tiene implicaciones que cubren la vida completa del creyente. El mensaje de la Cruz de Cristo no solo es el primer escalón sino que, en un sentido especial, es la escalera completa del cristianismo con todo y andamiaje. En otras palabras, estamos llamados no solo a recibir el evangelio, sino a vivir en él y a morir en él y por él. Cuando se tiene una visión simplista del evangelio, generalmente, se pasa por alto el inmenso mundo de verdades que necesitamos y deberíamos aprender de su maravillosa doctrina, la cual sí que es robusta.  
        
Lamentablemente, todavía algunos estiman el evangelio como un evento pasado de su experiencia de conversión. Piensan en él como un mensaje importante, pero que ya no se les aplica a ellos sino a quienes aún no se han convertidos a Cristo. Según sus puntos de vistas, entienden que no necesitan ser más enseñados del evangelio debido a que una vez lo conocieron y obedecieron. Ahora lo ven como una doctrina demasiado básica, y se mueven hacia el estudio de otras doctrinas bíblicas que les parecen "más profundas" que la del evangelio. Sin embargo, la perspectiva bíblica es que no sólo se nos predicó el evangelio para que lo creamos y lo recibamos, sino para que perseveremos en él. Perseverar en el evangelio es un hecho que debe esperarse en la vida de todo creyente fiel. El apóstol Pablo se dirigió a los creyentes de Corintio en el sentido de que ellos no sólo habían creído y recibido el evangelio, sino en que ya perseveraban en él. Veamos lo que él les dijo: "Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano."[1]

Por otro lado, en nuestros días son cada vez más los líderes religiosos que, en las exposiciones de lo que ellos consideran “evangelio”, incorporan estrategias y métodos de la psicología, la filosofía, el arte, la cultura, la música moderna y las estrategias del mundo empresarial. Todo esto hacen como un esfuerzo por llegar a las personas en formas interesantes y atractivas; pero esto ignora el rol del del Espíritu Santo. En este sentido, el enemigo de la Cruz de Cristo ha confundido a muchos, incluyendo a creyentes, con la idea de que el hombre civilizado y complejo del mundo moderno no puede ser alcanzado con el mismo mensaje predicado por Cristo y sus apóstoles en el primer siglo de nuestra era cristiana. En un ambiente donde lo que se busca es la satisfacción de los deseos del hombre, la predicación centrada en el evangelio bíblico no sera tan popular. 

La iglesia de Cristo, en cambio, no debe ceder a esta tentación de modificar, cambiar o suavizar el viejo mensaje del evangelio para hacerlo más atractivo a los hombres de nuestra cultura. El evangelio no necesita ser revisado ni reeditado para hacerlo más potable o para presentarlo en una "mejor versión". Todo lo que tenemos que hacer es predicarlo tal como Dios nos lo reveló en su Palabra, para salvación de los hombres y exaltación del nombre de Dios. Mientras algunos desean vivir un evangelio sin compromisos de santidad, Jesús dice: "Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará" (Marcos 8:35). 

Sin importar cuan grandes sean los esfuerzos que se realicen para atraer a los hombres hacia la iglesia, ya sea facilitándoles un ambiente confortable, entretenedor, o con música atractiva, los pecadores no se convertirán de verdad a menos que se les presente (y ellos escuchen con fe) el auténtico evangelio de Cristo, conforme a las Sagradas Escrituras. Aun si fueran expuestos a las prédicas de los eruditos, teólogos y predicadores más sabios y diestros del cristianismo, si no son atraídos por el evangelio bíblico para su salvación no podrán experimentar el poder transformador en sus vidas. Si tras la predicación honesta del sencillo y profundo mensaje del evangelio los hombres no se reconocen pecadores, que han ofendido al Dios del universo, y que deben volverse a él en arrepentimiento, para servirle y adorarle en espíritu y en verdad, de otra manera no se convertirán para con Dios.

El evangelio nunca debe ser presentado como un mensaje al gusto y a la merced de los hombres, sino al gusto y a la manera de Dios. Esto no se trata de ser pesimistas o inflexibles, sino de ser fieles a las Escrituras. Tampoco significa que no seamos intencionales en presentarlo de una manera amorosa y comprensible, sino que no negociemos su contenido y su llamado de santidad. No se trata de condenar al mundo con el evangelio, pues Cristo no vino a "condenar al mundo, sino para el mundo sea salvo por él" (Juan 3:17). Necesitamos comprender que en el evangelio de Cristo somos los hombres quienes debemos rendirnos y entregarnos a sus demandas, y no lo contrario. Hemos sido los hombres quienes hemos fallado muchas veces a Dios, pero nunca Dios a nosotros. El Dios de amor y de toda justicia siempre ha sido el principal ofendido por nuestra desobediencia a su voluntad. Por tanto, debemos adaptarnos al evangelio que nos redime y no intentar adaptar el evangelio a nuestros gustos y deseos.

El evangelio es un mensaje sublime y sencillo a la vez. No es un mensaje misterioso que solo algunas mentes privilegiadas pueden entender. El hombre común lo puede entender, si el mensajero lo predica bíblicamente, en el poder del Espíritu Santo, y conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno. Si los hombres nos exponemos con fe a su verdad libertadora, sin buscar que prevalezca nuestra propia voluntad o preferencia, entonces el Espíritu Santo de Dios hará la obra en nuestros corazones para deshacer nuestras tinieblas, convertirnos en hijos de luz, y guiarnos hasta la presencia de Dios.

Hno. Gerson Rosa

Si deseas conocer más del evangelio, te invito a leer mi otra entrada sobre ¿Qué es el evangelio?.

viernes, 5 de junio de 2020

El corazón de la predicación: el evangelio

JESUCRISTO es el corazón mismo del evangelio y de su predicación. El apóstol Pedro afirmó que no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.[1] El Señor Jesús dijo: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida, y que nadie viene al Padre, sino por mí".[2] Estas verdades dejan claro que no existen otros caminos, medios o atajos para llegar a Dios, sólo uno: Cristo, Cristo y Cristo. En este orden, no es acertado llamar predicación del evangelio a la proclamación de un mensaje que no tenga a Cristo como centro.

Todo mensaje, charla, exposición o enseñanza de las Escrituras debería tener a Cristo como su eje central.[3] De lo contrario, solo se estaría aportando un moralismo insalvable. Un sermón de las Escrituras en el que Cristo esté ausente no ofrecerá a los pecadores una oportunidad adecuada para conocer al Salvador. Un sermón sin Cristo es como una oración sin fe, como un cuerpo sin espíritu, cómo címbalo que retiñe. También es comparable a una religión sin vida, sin presencia de Dios, sin el Espíritu Santo y sin esperanza de resurrección.

Para que la gente venga al conocimiento de la verdad y sea salva de sus pecados, toda nuestra enseñanza debería estar rendida al mensaje de la Cruz de Cristo. Algunas charlas o conferencias podrían ser útiles para animar a las personas a cumplir con ciertos deberes religiosos y sociales, pero solo la enseñanza que presenta el evangelio en forma adecuada será la eficaz para ayudarles a conocer al único que les puede librar de los abismos de sus pecados: Cristo Jesús.

Cuando Cristo es bíblicamente anunciado, en la predicación expositiva de la Palabra de Dios, los verdaderos creyentes resultan bien nutridos con la verdad y los amigos bien advertidos de su condición espiritual. La predicación Cristocéntrica, aquella que se centra en Cristo y en su evangelio, es la que fortalece más a la iglesia y la que toca los corazones de los perdidos. Es la predicación caracterizada por exponer fielmente las Escrituras. Ella es la que verdaderamente exalta la gloria de Dios, edifica a su pueblo y hace tambalear las puertas del infierno. Siempre hay mucho que aprender y cavar en el campo de la predicación expositiva, pero su finalidad es presentar fielmente lo que el Espíritu Santo inspiró y quedó plasmado en la Biblia. 

No obstante, aunque no todos los sermones tengan que ser explicaciones detalladas del evangelio, al menos en cada uno de ellos Cristo no debería estar ausente. El predicador debe ser sabio en estas cosas. Toda prédica o sermón, sin importar la temática bíblica que enfatice, debe estar dominado por una pasión de exponer el mensaje de la Cruz de Cristo. Sería una grande bendición si los predicadores de hoy expusiéramos la Palabra de Dios con una pasión tan grande que alcance su clímax en la presentación fiel del evangelio de Jesucristo.

Cuando estudiamos cuidadosamente las epístolas del apóstol Pablo, descubrimos que cada una de ellas es como una extensión del evangelio. Pablo desarrollaba sus epístolas teniendo como núcleo la verdad del evangelio. Si lo analizamos bien, notaremos que aún cada libro de la Biblia, de manera directa o indirecta, nos llevan hacia el mensaje de la redención en Cristo. La Biblia, a lo largo de sus escritos, tiene que ver con la persona de Dios, con su bendición por la obediencia y con su juicio por la desobediencia, pero muy especialmente con el sacrificio de su Hijo para redimir a la humanidad pecadora. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento apuntan hacia Cristo y a su obra de redención. Lo mismo debería suceder en cada sermón que prediquemos hoy: deben girar en torno a las inescrutables verdades del evangelio de la gracia de Dios.

Cada sermón nuestro debería llevar a las personas hacia Cristo. Ése es el principal trabajo nuestro como predicadores, hacer que las gentes pongan su vista en Cristo, no en nosotros. Ya sea que hablemos de temas bíblicos como el amor, la santidad, la paz, la fe, el arrepentimiento, el bautismo, el gozo, el cielo, la salvación o de cualquier otro tópico de las Escrituras, debemos ser idóneos en buscar la manera de comunicar apropiadamente el poderoso evangelio a través de ellos, de una manera comprensible. Si no se es más eficiente en estas cosas, quizás se deba a la falta de oración, de devoción a Dios y de estudio de las Sagradas Escrituras.  

Tenemos que ser bastante enfáticos con todo lo que tiene que ver con la centralidad de Cristo en la predicación porque, ciertamente, cuando Cristo y su evangelio no son el centro en la enseñanza y en la vida de la iglesia, entonces lo que gana terreno es el legalismo y el moralismo, cosas que los creyentes verdaderos deben saber diferenciar bien, del evangelio, para tener una fe sana. En 1 Corintios 2: 1-2, Pablo dijo:

"Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado".

Pidamos a Dios en oración que nos utilice, en el poder de su Espíritu Santo, para predicar de tal manera que la gente pueda ver a Cristo y ser atraída por él.

Hno. Gerson Rosa 



[1] Hechos 4:12
[2] Juan 14:6
[3] 1 Corintios 2:2

El evangelio satisface la justicia de Dios

Si obtenemos una perspectiva bíblica de la justicia de Dios, tendremos un entendimiento correcto de su inmensa gracia a favor nuestro.

A pesar de no ser un tema que goza de mucha popularidad en una era posmoderna, incluso en algunos círculos religiosos, la justicia de Dios es la base para comprender por qué nuestro Señor Jesucristo tuvo que venir a morir por nosotros en la Cruz del Calvario. 

Cualquiera sea el pensamiento predominante de la época, la verdad de la justicia de Dios no puede evadirse así como no se puede ocultar el sol con un dedo. 


En esta oportunidad, nos limitaremos a compartir algunas verdades bíblicas que debemos conocer acerca de la misma, y luego pasaremos a explicar cómo ella es satisfecha en el evangelio de Cristo, el Hijo de Dios.  


La justicia de Dios

La enseñanza de las Sagradas Escrituras es que Dios es justo.[1] Todas sus decisiones y obras son rectas, equitativas, sin prejuicios e imparciales. Todo lo que hace se conforma a su carácter santo, reflejado en cada acto de bondad o misericordia que realiza a nuestro favor. Su justicia significa su rectitud, la plenitud y perfección de su carácter divino, y se manifiesta en el castigo que merece el mal y en su recompensa por el bien.[2] Si no actuara de esa manera no sería Dios, pues hacer justicia explica su naturaleza divina perfecta. Todos sus juicios, mandamientos y caminos son rectos porque él es un Dios Justo y Santo.

La Biblia asevera que Dios, como Juez Justo, no pasará por alto la retribución que amerita el pecado. Esta es una verdad que todos los hombres deberíamos tomar con seriedad. Las Escrituras afirman que vendrá "tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; porque no hay acepción de personas para con Dios"[5] Este versículo es uno de los tantos que deja implícito el carácter justo de Dios. Él honra lo bueno y castiga lo malo.

Si Dios decidiera juzgar en una forma definitiva a todo el mundo, en este mismo instante, muchas personas serían condenadas eternamente por sus pecados, porque él daría a cada quien justamente lo que se merece. Creemos que aún no lo ha hecho de ese modo porque, en su bondad, todavía mantiene abierta la puerta de la gracia para dar salvación a todos los hombres que vengan a su Hijo Cristo. Él es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca sino que todos procedan al arrepentimiento. 2 Pedro 3:9. Solo los que se hallen en Cristo serían salvos porque Dios justifica al que es de la fe de Jesús. Romanos 3:26.   

A pesar de la certeza de su juicio venidero sobre toda alma desobediente, hay personas que, tristemente, prefieren ignorar esta realidad y en cambio esconden sus cabezas como el avestruz hasta el día en que ineludiblemente despertarán en ella. Otros llegan al extremo de afirmar que, como Dios es Amor, él no tiene justificación o derechos para castigar; y, en base a este argumento, lo estiman como un ser del cual solo puede venir bondad y no castigo. Pero esa no es la visión correcta que las Sagradas Escrituras presentan de Dios. Ciertamente, la Biblia dice que él es Amor, pero también afirma que él es fuego consumidor.[11]. Dios es tres veces santo y su justicia deberá ser siempre cumplida y nunca pasada por alto.[12] El hecho bíblico de que él es Amor no suprime la otra verdad escritural de que sentenciará justamente la maldad. Los atributos de Amor y Justicia de Dios no se contradicen entre sí. Más adelante, consideramos cómo esto encaja en su plan de redención para la humanidad.

Sin importar cuán grande o pequeño parezca el pecado, éste no deja de ser un acto de injusticia ante los ojos Dios. Es por el pecado que está reservado el día en el cual Dios juzgará con justicia a todos los hombres, conforme a su evangelio. La Biblia dice que todos compareceremos ante el tribunal de Cristo, para recibir según lo que hayamos hecho mientras estuvimos en el cuerpo, sea bueno o sea malo.[7] Esta verdad debería mover al pecador a acudir con urgencia al llamado de arrepentimiento que Dios hace en su Palabra.[8] Para liberarnos del pecado, Dios nos envió a su Hijo Cristo, quién derramó toda su sangre en la Cruz, muriendo en nuestro lugar, y espera que vayamos a él arrepentidos. En el día del juicio final, quienes se hallen en Cristo recibirán amplia y generosa entrada en el cielo, pero los que no, tristemente, sufrirán pena de eterna perdición, como hemos referido.

En el mundo se suele esperar que se aplique justicia sobre quienes hagan daño a personas inocentes. Los hombres buscan reivindicación sobre los males que les afectan. Se espera que los demás teman y se aparten del mal cuando se hace lo que es justo. Y, aunque no es correcto alegrarse por la condenación del malvado, sino más bien mostrar misericordia, es correcto esperar que se haga justicia. La justicia es una de las normas más elevadas para la vida. Los seres humanos tenemos una inclinación especial por reclamarla debido a que fuimos creados a imagen y semejanza de un Dios Justo.

Si en la tierra existen jueces que no dejan de aplicar justicia sobre los actos de corrupción que son debidamente comprobados; mucho menos el Juez de jueces, quien mira a los buenos y a los malos, de acuerdo a Proverbios 15:3, dejará de aplicar su justicia sobre la impiedad. Cuando Dios condena por el pecado, él sencillamente está obrando conforme a su carácter de santidad y justicia perfecta. La Biblia dice que "Jehová es el que hace justicia y derecho a todos los que padecen violencia". Salmos 103:6. También afirma que Dios "de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación". Exodo 34:7.

Para considerar un ejemplo de la justicia de Dios sobre el pecado, note cómo él trató el caso de la desobediencia de Adán y Eva. Un solo pecado que Adán y Eva cometieron bastó para que fuesen sacados por Dios del maravilloso Huerto del Edén.[13] Dios no evadió aplicar su justicia por la desobediencia a una prohibición[14] que podría parecer sencilla, pero que para él sí era importante que fuera acatada. Algunos podrían pensar que Dios fue muy severo al hacer eso, al tratarse de traspasar la ordenanza de no comer "un simple fruto". Sin embargo, lo que debemos reconocer y comprender aquí es que ese acto de desobediencia era una falta contra el Dios Sempiterno, lo cual no es para nada un asunto menor o pequeño. 

La consecuencia de pecar contra Dios, a menudo es más seria que la que nosotros solemos imaginar. Fue por ese único pecado, de Adán y Eva, que sobrevino todo el caos y la maldad que existe en el mundo;[15] pero más allá de eso, aquí el meollo del asunto es que se trata de un pecado cometido contra el Dios Santo. Él merece obediencia perfecta a su voluntad perfecta. Cuando un hombre conoce a Dios y reflexiona honestamente sobre la gravedad y consecuencia de pecar contra él, no sólo terminará preocupándose por ser santo como Dios es Santo, sino por aborrecer el pecado tanto como Dios lo aborrece. Con una visión correcta de Dios ningún pecado nos resultará como algo pequeño o como una cosa ligera que podemos pasar desapercibida. Toda injusticia es pecado. Y si no fuera por su gracia, manifestada en la persona de su Hijo Jesucristo, no tendríamos esperanza.

A luz de la justicia de Dios, un problema común entre los seres humanos es que no solo hemos cometido un solo pecado, lo cual es bastante grave si consideramos el carácter de Dios que venimos explicando, sino que hemos pecado a lo largo de nuestras vidas, y esto acarrea su juicio. En esta condición de pecadores, todos somos deudores de Dios y él nos exige justicia. Pero, ¿cuál es esta justicia que Dios nos pide?.

En el contexto de las Sagradas Escrituras la justicia que Dios espera de nosotros es la de conformarnos perfectamente a su norma divina. Sin embargo, todos los hombres fallamos en ese propósito. A causa de las debilidades de nuestra carne, los hombres no logramos obedecer perfectamente la ley de Dios. Las Escrituras afirman que entre los hombres "no hay justo, ni aun uno". Todos rompimos las reglas de Dios. En otro lugar, la Biblia también dice: "Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque". Eclesiastés 7:20. En Romanos 3:23, el apóstol Pablo sentenció: "Por cuanto todos pecaron, están destituidos de la gloria de Dios". En relación a esta falta de sujeción a Dios y a su ley santa, podemos decir lo mismo que dijo el profeta Daniel cuando oró a Dios diciendo: "Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente, y hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas". Daniel 9:5. Los hombres caímos muy bajo por causa de nuestras transgresiones. Y, por nuestra propia cuenta, no tenemos con qué saldar la deuda a la justicia de Dios.

En este sentido, bíblicamente hablando, sólo tenemos dos caminos: 1) Sufrir el castigo eterno por nuestras iniquidades ó 2) Acudir a Cristo, quién por amor murió para saldar la deuda de todos nuestros pecados y transgresiones. Lejos de mostrar un cuadro sombrío de Dios y su justicia, en armonía con las Sagradas Escrituras, debemos reconocer la verdad de que Dios dará un pago justo a quienes terminen ignorandole. Aún así, es posible que alguien pregunte: ¿No sería injusto un castigo eterno para quienes no reciban a Cristo? La respuesta es No. Podemos decir que no sobre la base de que Jesucristo, el Justo, así lo afirmó. Y en él no hay en él injusticia. Aunque no nos place hablar de los horrores del infierno sí tenemos que advertir con reverencia a todos acerca de su realidad. Cristo enseñó que el infierno es un lugar preparado para Satanás y sus ángeles, y también como el lugar de la morada final y eterna de quienes que no vivan para la gloria de Dios. Mateo 25:41.

El Dios Sempiterno debe ser eternamente glorificado. De hecho, uno puede afirmar que el peso y la grandeza de su gloria son tan sublimes y abrumadores que el costo de rechazar su evangelio, y de no glorificarle, resultará en la perdición eterna de quienes lo rechacen. Si lo reflexionamos bien, no hay nada más injusto que ignorar al Hacedor y Autor de la vida. No hay nada más ofensivo que negar la gloria al Gran Rey que vive por los siglos de los siglos, por cuya voluntad existen todas las cosas. Cuando uno adquiere una visión bíblica de quién es Dios y de lo que él hecho a nuestro favor, mediante el sacrificio de su santo Hijo, llega a comprender por qué el infierno es un lugar real. La Biblia dice:

"...¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?". Hebreos 10:29.
¿Cómo se satisface la justicia de Dios?

Ante todo lo expuesto hasta aquí, y en base al tópico que nos ocupa, la pregunta clave es ¿cómo puede la justicia de Dios ser satisfecha y cómo puede Dios perdonar a hombres pecadores, sin él dejar de ser Justo? Esta pregunta plantea uno de los más grandes dilemas que encontramos en las Sagradas Escrituras. Si Dios no tolera el pecado, entonces, como Juez Justo, debe aplicar el castigo en completa coherencia con su justicia perfecta. Esto venimos diciendo. Pero si el hombre pecador no tiene nada qué ofrecer por su pecado, ya que sus mejores obras no son más que trapos de inmundicia, Isaías 64:6, entonces, ¿cómo es que Dios lo podrá perdonar, sin a la vez traspasar su principio de justicia?

La respuesta a esta pregunta se encuentra en Jesucristo y en su evangelio. Pues, en su amor, para poder perdonar nuestros pecados, Dios satisfizo su justicia aplicando sobre Cristo el castigo que todos nosotros merecíamos por nuestras culpas. Dios sacrificó a su propio Hijo Cristo para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él. Cristo, el Justo, murió por amor para salvar a los injustos. Es por esta razón que todo el que aún no está en Cristo está bajo condenación. Las siguientes palabras del apóstol Pablo resumen exactamente lo que queremos expresar:

"Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él". 2 Corintios 5:21.

Cristo murió, fue sepultado y resucitó al tercer día para que nuestros pecados fueran perdonados por su sangre, a fin de que la justicia de Dios fuera reivindicada a causa de que antes, en su paciencia, él había pasado por alto los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justifica mediante la fe en el Señor Jesús. Romanos 3:25,26. Es en este sentido que el evangelio de nuestro Señor Jesucristo satisface la justicia de Dios. No merecíamos tanta gracia, no merecíamos tanto amor, pero Dios nos amó tanto que dio a su propio Hijo Jesús para  venir a salvarnos.

Cuando Dios mira lo que hizo su Hijo en la Cruz por los pecadores y nos ve a nosotros estando en él por la fe, entonces tenemos paz para con Dios. Por tanto, es menester que creamos en Cristo, que nos arrepintamos y nos bauticemos para perdón de los pecados, como lo dice la Biblia, en respuesta a este evangelio santo en el cual la justicia de Dios se satisface para nuestra justificación y, como resultado, para nuestra santificación.

Hno. Gerson Rosa



[1] Salmos 116:5
[2] Hechos 17:31
[3] 2 Timoteo 2:13
[4] 1 Juan 5:17
[5] Romanos 2:9-11
[6] 2 Pedro 3:9
[7] 2 Corintios 5:10
[8] Lucas 13:3
[9] 2 Corintios 5:18-20
[10] Hebreos 12:25
[11] Hebreos 12[11]29
[12] Números 14:18
[13] Génesis 3:23
[14] Génesis 3:3
[15] Romanos 5:19

El evangelio prometido por Dios


EL EVANGELIO de Cristo es aquel que Dios "había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras".[1] Jesucristo fue anunciado en el pasado, con mucha frecuencia, por los profetas. Ellos llegaron a emplear muchos tipos y sombras para Cristo en las Escrituras. En el pacto veterotestamentario, por ejemplo, Jesús es prefigurado en personajes bíblicos como Adán, David, Moisés, y en figuras como la Peña de Horeb, el templo, el arca de Noé, entre otros. Mientras que en el Nuevo Pacto, Cristo es la realidad espiritual o la imagen misma que comunicaban esos tipos y sombras. Dios había hablado a través de sus profetas "acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de Santidad, por la resurrección de entre los muertos". Romanos 1.3,4.

La Biblia registra abundantes profecías acerca la obra redentora de Cristo a favor nuestro. Esas profecías tuvieron su cumplimiento a su debido tiempo, conforme al plan eterno de Dios se desarrollaba. El mismo Señor Jesucristo se refirió frecuentemente a lo que de él decían las Escrituras. A ciertos judío les dijo: "Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí".[2] Él dijo estas palabras debido a la incredulidad de ellos, pues a pesar de que tenían el testimonio de Cristo en las Escrituras, todavía no creían en él. La Biblia claramente contiene profecías irrefutables acerca del nacimiento, padecimiento, muerte y resurrección de Jesucristo. Los libros de los salmos y los profetas son evidencias fehaciente de ello. Por ejemplo, el Salmo 22:18 es una de las tantas profecías alusivas a Cristo: "Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes".  

El médico Lucas nos refiere que Jesús declaró a sus discípulos lo que de él decían las Escrituras "comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas".[3] Más tarde, Jesús les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras.[4] Evidentemente, Dios había hablado por medio de sus profetas acerca de su Hijo Jesucristo, y hoy nos habla por el Hijo mismo,[5] a quien constituyó heredero de todo y por quien asimismo hizo el universo.[6] Es por esta razón que la Biblia atestigua que "toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo".[7] Cristo es a quién debemos oír hoy para ser salvos. Él es el Rey, Sacerdote y Profeta de nuestro tiempo. 

La gran expectación que tenían los profetas del Antiguo Testamento acerca de Cristo y del tiempo de su venida es señalada con precisión en las palabras del apóstol Pedro, quien declaró: "Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación,  escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos".[8] Como puede ser constatado en estas palabras, ellos no sólo profetizaron sino que también investigaron con toda diligencia sobre la salvación que nos vendría tras los padecimientos de Cristo. Y el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, anunciaba con anticipación los padecimientos de Cristo y "las glorias que vendrían tras ellos". En otras palabras se estaba anunciando el evangelio prometido por Dios y sus frutos, por medio de los profetas. 
    
En el libro del profeta Isaías se nos revela, quizás, la descripción más clara que podemos encontrar en todo el Antiguo Testamento acerca de los padecimientos de Cristo, para nuestra salvación. Consideremos cuidadosamente el siguiente extracto, de ese libro, como un ejemplo fidedigno al respecto:

"Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros. Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca. Por cárcel y por juicio fue quitado; y su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo fue herido. Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca. Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada. Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho; por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos". (Isaías 52:5-11). 

Durante mucho tiempo nuestro Señor Jesucristo fue esperado para nuestra redención. Dios cumplió su promesa de haberlo enviado. Él vino hace un poco más de dos mil años. Vivió una vida completamente santa estando en esta tierra. Murió por nosotros en la Cruz del Calvario. Fue sepultado y resucitó al tercer día. Ascendió al cielo. Hoy intercede por nosotros, al lado del Padre Celestial. ¿Crees esto?. La Biblia dice que:

"Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado". Romanos 10:9-11.

Esa promesa de salvación está vigente para ti en el día de hoy. Si crees en Cristo, como dice la Escritura, de tu interior correrán ríos de agua viva. Juan 7:38. Su Palabra dice: "El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado". Marcos 16:16.

Lánzate hoy a Cristo. Confía en él. Cree y obedece con todo tu corazón su santo evangelio. Su evangelio fue prometido por Dios para tu salvación y gloria de su Nombre. Gloria sea a él por siempre.

Hno. Gerson Rosa


[1] Romanos 1:2
[2] Juan 5:39
[3] Lucas 25:27
[4] Lucas 24:45
[5] Hebreos 1:1
[6] Hebreos 1:2
[7] Hechos 3:23
[8] 1 Pedro 1:10,11

Dios es la fuente del evangelio


EN el inicio de su epístola a los Romanos, el apóstol Pablo afirmó que él había sido apartado para el evangelio de Dios.[1] Estaba seguro de que había sido comisionado a proclamar un mensaje que procedía de Dios, no de los hombres. En Gálatas 1:11-12, él declaró: "Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo". Este origen del evangelio es lo que explica su poder de redención.

Si el evangelio hubiese sido un mensaje de origen humano, con toda seguridad, no tendría el poder para salvar. La razón por la cual Pablo no se sentía avergonzado de este precioso mensaje era porque lo comprendía como "poder de Dios para salvación a todo aquel que cree".[2] Él no se sentía amedrentado por lo que pudieran pensar o hacer los oyentes de su época en respuesta a su anuncio del evangelio, sino que sencillamente lo anunciaba, en el poder del Espíritu Santo, tanto a judíos como a gentiles. A pesar de la persecución hostil de sus detractores, Pablo estaba persuadido de que el poder contenido en el mensaje redentor era capaz de salvar y cambiar las vidas de todos los que lo creían y recibían con fe.[3] Esto, sin duda, encendía más la llama de su pasión por predicar con denuedo a Cristo, en todas partes. Pues Pablo mismo había sido testigo de cómo el evangelio lo había transformado a él mismo.

Esta convicción que Pablo tenía acerca del evangelio lo impulsaba a presentarlo con amor, fidelidad y valentía tanto a filósofos como a reyes, a gobernantes y a hombres de todo tipo de trasfondos culturales y religiosos. En cuanto tuvo la oportunidad, él proclamó a todos que Jesucristo, la esperanza de Israel, el que había sido muerto, sepultado y resucitado al tercer día, era el Hijo de Dios. Él sabía que nada podría sobreponerse al poder de este mensaje cuando Dios iba a realizar una obra de salvación entre quienes lo escuchaban con fe. Tenía el testimonio del impacto que el evangelio de Cristo estaba causando en las vidas de quienes lo obedecían. Por ejemplo, la Biblia dice que muchos de los corintios, "oyendo creían, y eran bautizados".[4]   

Pablo también asumía la predicación del evangelio con una seria carga de responsabilidad. Él predicaba, no sólo con la seguridad de que hablaba de parte de Dios, sino como quién también debía dar cuentas a Dios. Se veía a sí mismo como un embajador que, una vez concluida su misión, tendría que presentarse delante de Dios. Por esto, consideró con tanta seriedad su llamado a predicar el evangelio que llegó a expresar: "Ay de mí si no anunciare el evangelio".[5]

De la misma manera, los miembros de la iglesia del Señor deberíamos decir hoy: ¡Ay de nosotros si no anunciamos el evangelio! Debemos sentir esta misma carga y responsabilidad del apóstol, de presentar el evangelio para salvación de los hombres. Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad,[6] y para ello nos utiliza a nosotros como sus instrumentos para llevarles el mensaje de Cristo. La Biblia dice que hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas.[7]

Hoy necesitamos anunciar el evangelio de Dios con la completa seguridad de que Dios respaldará nuestra predicación. Aún cuando no veamos sus efectos inmediatos, a su tiempo, Dios hará crecer la semilla del mensaje puro del evangelio. En la predicación del evangelio se da el mismo principio de siembra y cosecha que aprendemos en la naturaleza. Nosotros plantamos la buena semilla que Dios nos dio para sembrar, el evangelio, pero el crecimiento depende de él.[8]

Recuerdo que cuando yo era tan sólo un niño, tal vez de unos siete u ocho años, algo que disfrutaba mucho era sembrar pequeñas semillas de maíz, de habichuelas, y de otras hortalizas. Siempre me ha gustado ver las cosas buenas crecer. Luego de depositar las semillas en la tierra, sabía perfectamente que yo no tenía la capacidad de hacerlas crecer. Mi trabajo solo consistía en sembrar la semilla, y después confiar y esperar pacientemente que Dios las hiciera crecer, como pasa con todo aquello a lo que Dios mismo le da crecimiento. De la misma manera, los predicadores sembramos la semilla del evangelio, pero nunca debemos desesperamos sino confiar y esperar que sea Dios quien le dé el crecimiento. Tanto la semilla del evangelio como su crecimiento vienen de Dios.

Gloria siempre sea a Dios por su evangelio eterno.

Hno. Gerson Rosa



[1] Romanos 1:1
[2] Romanos 1:16
[3] Tito 3:5
[4] Hechos 18:8
[5] 1 Corintios 1:9
[6] 2 Timoteo 2:4
[7] Romanos 10:13-15
[8] 1 Corintios 3:6

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