En su buena voluntad, Dios creó los cielos y la tierra,
atestiguando que era bueno en gran manera todo lo que había hecho (Génesis
1:31). El sol; la luna y las estrellas; los mares y los grandes monstruos
marinos; las plantas; los animales, tanto los que vuelan como los que se
arrastran, todo lo hizo hermoso en su tiempo.
Como corona de su creación, hizo Dios al hombre a su
imagen y semejanza, con el propósito de que le glorificara en la hermosura de
la santidad (Salmos 96:9), y viviera en plena obediencia a su Palabra. Lo puso
en el huerto del Edén para que lo labrara y lo guardase (Génesis 2:15);
instruyéndole que no comiera del árbol que estaba en medio de ese huerto, ya
que el resultado de hacerlo sería la muerte.
Dios no se propuso crear a Adán y a Eva, primeros
seres vivientes, para que ellos pecaran; aunque, en su divina omnisciencia, esa
realidad no le era desconocida. A pesar de que los hizo buenos y les dio
instrucciones en el jardín del Edén para que no pecaran al comer del árbol que
estaba en medio del huerto, sino que Dios sabía de antemano que ellos, tentados
por Satanás, la serpiente antigua, pecarían, trayendo sobre sí mismos y sobre
toda la humanidad las maldiciones de la desobediencia. Tal como lo expresa el
sabio Predicador en Eclesiastés 7:29: "Dios hizo al hombre recto, pero
ellos buscaron muchas perversiones.", esto mismo hicieron,
lamentablemente, Adán y Eva. Con su caída, ellos desfiguraron seriamente la
imagen con que Dios los había hecho.
Toda la creación es testigo que desde la caída del
primer Adán, el continuo pensamiento del corazón del hombre ha sido solamente
el mal (Génesis 6:5). Por esta razón, en los días de Noé, hombre justo, Dios
determinó destruir el mundo mediante un diluvio, salvo al propio Noé y a su
familia. Esta familia se extendió rápidamente por toda la tierra, dando lugar a
una generación de hombres y mujeres, los cuales, de acuerdo a la evidencia
bíblica, continuaron con el mismo problema del pecado en sus corazones.
La experiencia de Israel
Al andar el tiempo, Dios escogió al patriarca Abraham,
quien fue llamado su amigo y padre de la fe. Dios prometió a Abraham, aun
cuando este no tenía hijos, que en su simiente, la cual era Cristo, serían
benditas todas las familias de la tierra, Hechos 3:27. Abraham creyó esta
promesa y su fe le fue contada por justicia. Este Abrahán, a quien Dios también
le prometió darle por herencia la tierra de Canaán, tuvo dos hijos: el uno
llamado Ismael, fruto de una relación entre Abraham y su esclava Agar, y el otro
llamado Isaac, el cual tuvo con su esposa Sara, y quien era el hijo de la
promesa mediante la cual Dios bendeciría a las naciones de la tierra. De Isaac,
nacen Esaú y Jacob. De éste último, nacen doce 12 hijos, los cuales
conformarían la nación de Israel, pueblo escogido por Dios, del cual vendría
más tarde, Jesucristo, el Salvador del mundo.
Uno de los hijos de Israel, José, el cual era amado
por su padre Jacob, fue vendido por sus hermanos a unos Ismaelitas, a raíz de
la envidia que ellos le tenían. Pero Dios tenía todo orquestado, conforme a su
plan perfecto, ya que puso gracia en José para prosperarle en su camino hacia
Egipto, nación en la cual llegó a ser el segundo, después del Faraón. Motivados
por una gran hambruna, los israelitas, por dirección de su padre Jacob, fueron
hacia la nación egipcia en busca de alimentos y para su sorpresa, los recibió
su hermano José, a quien antes despreciaron sin saber que, finalmente, a este
había encaminado Dios para bendición de todos ellos y de su padre, así como
para traerles hacia la nación de Egipto.
Israel es esclavo en Egipto
El pueblo de Israel permaneció por unos 430 años en
Egipto, de donde posteriormente, surgió un rey que no conocía a José ni
ningunos de sus hechos a favor de esa nación. Este rey, sintiéndose amenazado
por el creciente pueblo hebreo, resolvió esclavizarlos con muchos trabajos y
azotes, ordenando además, la matanza de los niños hebreos, entre los cuales
corría peligro Moisés, a quien Dios, milagrosamente libró y guió por las aguas
hacia los brazos de la hija del Faraón de esa nación.
Dios libera a su pueblo de Egipto
Una vez hecho grande, Dios llamó a Moisés, prefigura
de Cristo, para sacar a su pueblo Israel de la esclavitud de Egipto. Este
Moisés, guiado por Dios, debía preparó a los hebreos para su salida de esa
nación, pero antes tenía que enfrentar la negativa de Faraón, a quién Dios, en
su soberanía, le hizo presenciar a él y a su nación, unas diez (10) plagas
horrendas, por la dureza de su corazón, así como ver con sus propios ojos cómo
los israelitas cruzaban el mar rojo como si se tratara de tierra seca. En su
obstinación, el Faraón decidió perseguir con sus ejércitos a los israelitas, en
medio del mar, pero éstos terminan abnegados en agua, como un juicio de parte de
Dios sobre ellos.
Dios da leyes a los Israelitas
Luego de salir de Egipto, Dios les entregó los diez
mandamientos a su pueblo Israel, entre otras leyes, en manos de ángeles y
teniendo como mediador a Moisés. Pero al ellos no cumplirlas, fueron constantemente
castigados por Dios en el desierto. Mientras se dirigían a Canaán, tierra de
leche y miel, la cual el Señor había prometido a Abraham, volvían a Egipto en
sus corazones. No obstante, por boca de Moisés, Dios había prometido que
levantaría un profeta como Moisés, al cual debían oír en todas sus palabras.
Guiados por Josué, sucesor de Moisés, los hebreos
llegaron a Canaán, ciudad que Dios le ayudó a conquistar, en la cual,
lamentablemente, continuaron quebrantando los mandamientos de Jehová, haciendo
lo malo delante de él; motivo por el cual sufrieron grandes derrotas, fueron
dispersados y les sobrevinieron muchas calamidades provocadas por las naciones
vecinas, las cuales vivían en el paganismo, sumergidas en la oscuridad del
pecado. Todo esto aconteció, a pesar de que Dios les levantó jueces que los
gobernaran y pelaran por ellos, algunos de los cuales, entre ellos Josué,
hicieron lo recto delante de Dios, mientras que otros desobedecieron al punto
de llegar a la idolatría, pecado que Dios abomina grandemente.
Dios envía profetas a los Israelitas
Además de las leyes y jueces que Dios envió a los
Israelitas, también les dio profetas, los cuales eran la voz de Dios para
exhortar al pueblo a la obediencia a sus palabras, decretos, estatutos y mandamientos
que él les había mandado, pero continuaron siendo rebeldes, hasta punto de
apedrear y matar a muchos de los profetas enviados, los cuales anunciaban de
antemano los sufrimientos del mesías y las glorias que vendrían tras
ellos.
Hasta este punto, podemos afirmar que no sólo la
nación de Israel, sino el resto la humanidad, debido a la extensión de las
consecuencias del pecado de Adán, han sido incapaces de agradar a Dios y
sujetarse perfectamente a su ley santa. Es evidente que el hombre, en sentido
general, necesita desesperadamente a un Salvador que lo libre de sus pecados,
los cuales lo mantienen sumido en una condición deplorable de miseria
espiritual.
Jesucristo, la solución al pecado
La única solución para el pecado del hombre es Jesucristo,
el Hijo de Dios, quien nunca pecó (1Juan 3:5). Él es a quien Dios envió para
darnos vida. Él murió en la cruz del calvario en nuestro lugar para hacer
posible nuestra reconciliación con Dios, y aunque murió y fue sepultado, la
tumba no le pudo retener, sino que resucitó con poder al tercer día, venciendo
sobre la muerte y potestad de las tinieblas. Luego de ascender al cielo, se
sentó a la diestra de Dios Padre y ahora intercede por nosotros (1Corintios
15:3,4; Marcos 16:19).
Si usted sinceramente
desea recibir la salvación que Cristo ofrece, entonces no dude en hacer esto
para beneficio de su alma: reconozca que ha pecado contra Dios; crea de todo
corazón que Jesucristo es el Hijo de Dios; confiéselo como el Señor y
Salvador de su vida; arrepiéntase y bautícese para perdón de sus pecados; luego
persevere viviendo una vida agradable delante de Dios, conforme a las Sagradas Escrituras, hasta que Cristo venga a
buscarle (Juan 3:16. Hechos 2:38; Romanos 10:9).
Por: Hno. Gerson Pascal Rosa
Por: Hno. Gerson Pascal Rosa
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